Lucas Ante Mundi

Narrativa

Tras la tercera cerveza, miro al escenario vacío y al micrófono, que espera solitario a que alguien le saque a bailar.

Me llama, impaciente, y sabe que contestaré a su llamada.

Como un ritual, mis manos aflojaran mi corbata y desatarán el primer botón de mi camisa antes de que emerja de la oscuridad.

Los tableros crujirán expectantes y mis dedos acariciarán el metal frio de mi pareja de baile.

De nuevo, una noche más, acabaré empapado en sudor, con la garganta ardiendo y sin aire en los pulmones.

No existirá nadie más que yo en ese pequeño mundo que encajona el haz de luz. Ni existirá más testigo que el micrófono, de mis risas, dolores y lágrimas.

Con un suspiro, pago la cuenta y camino hacia el escenario, sabiendo que fuera no seré nada, pero que en este pequeño palacio de paredes grises y luces neón, soy una estrella.


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Una canción sonaba entre el polvoriento cementerio en el que se había convertido la ciudad, con sus antiguos edificios reducidos a escombros y sus habitantes convertidos en cenizas acumuladas por las calles.

Aún así, la vibración de las cuerdas se hacía eco entre las ruinas, acompañando una voz ahogada que cantaba. Las bestias que por aquí y allí se escondían ya no podían ni reconocer de qué hablaba, pero aún así la canción llenaba brevemente la ciudad.

Una canción de soledad y tristeza. De un último superviviente, sin motivos para vivir. En sus manos una guitarra, cuyas cuerdas hacía bailar, mientras las empapaba de la sangre de su compañero, muerto a sus pies.

Ya nada importaba. Ni la máscara rota. Ni el cargador medio vacío. Ni las bestias que a punto estaban de tirar la puerta abajo.

Solo importaba el sonido reconfortante de una última canción y la calidez de una última lágrima, que se deslizaba por su mejilla.


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